Científico
EL SABIO INCOMBUSTIBLE FORJADO EN ULTRAMAR
ANTONIO BADILLO
La vida es como montar en bicicleta, si paras te caes. La frase, recurrente latiguillo en boca de Santiago Grisolía, resume la filosofía existencial del investigador más brillante que ha dado esta tierra. Ni dentro ni fuera del laboratorio, jamás ha querido dejar de pedalear. La vitalidad frenética estuvo presente en el albor, convirtiendo en prohombre de la ciencia a aquel travieso hijo de banquero, de infancia nómada cosida entre Dénia, Xàtiva, Lorca o Cuenca, con alergia a la escuela y vocación de marino de guerra. Esa misma energía acompaña hoy en el inevitable crepúsculo al sabio infatigable y nonagenario que transita del gimnasio a la piscina, sobrevolando despachos. Dispuesto a desafiar a la naturaleza, obsesionado por ser útil, no cesará de pedalear hasta que la meta selle su gran escapada.
Siempre ha creído en la casualidad. De ella brotó su interés por la medicina, labrado en el destartalado hospital al que siendo adolescente lo envió su padre, temeroso de que la planta del chaval, demasiado alto para su edad, diera con sus huesos en el frente. Entre gasas y morfina, bajo el drama de una guerra civil… Ahí halló Grisolía el camino. Su madre le convenció de que nada mejor para aliviar su sed de mar que un futuro como médico de la Armada.
Si su biografía saltara al cine, Grisolía se sentiría cómodo en el papel de Benjamin Button por su diabólico pacto de juventud. O en el de Pepito Grillo, martilleante voz de la conciencia desde su atalaya en el Consell Valencià de Cultura. Pero ningún perfil se le acopla como el de Lon Chaney. Grisolía y sus mil caras. Personalidad y personaje, en paralelo. El crío desobediente que aprendió con el tío Paco a insultar en japonés y creció a base de tortillas y carne mechada y el hombre que terminaría compartiendo mesa y palco en la ópera con el expresidente Truman… aunque con un traje prestado porque el bolsillo no daba para dispendios. El becario que en un peculiar duelo de arco contra cerbatana en los pasillos del laboratorio de Wisconsin casi mata del susto a un decano cascarrabias veterano de guerra y el bioquímico protagonista de la edad dorada de la enzimología. El mozalbete que logró una matrícula en otorrinolaringología porque le atraían las enfermeras de su profesor y la eminencia que impulsó la investigación del ciclo de la urea.
Todos ellos son Santiago Grisolía. El estudioso del anhídrido carbónico y el apasionado de los toros, pero no de los ‘bous al carrer’. El tozudo legatario de Severo Ochoa que no cejó hasta conseguir que la calle de Valencia donde vive lleve el nombre de su mentor. Bien lo sabe la mujer despistada que, buscando esa vía, no tuvo mejor ocurrencia que preguntar al propio Grisolía el día en que maestro y discípulo la recorrían juntos. «Aquí tiene a los dos, la calle y a don Severo», replicó chistoso. El padre de la declaración de Valencia sobre el genoma y el alma de los premios Jaime I. Imán para autoridades con pedigrí y premios Nobel que acuden a su llamada. El veinteañero que huyó de aquella España triste para crecer y, tras un mes de travesía en barco donde incluso conoció a Manolete, arribó a Estados Unidos. La mente preclara que en la madurez regresó a casa con un rico currículo cincelado entre Nueva York, Chicago, Wisconsin y Kansas.
Del largo periplo americano conserva Grisolía mucho más que la doble nacionalidad. El indisimulado acento yanqui. Dos hijos, James y Bill, que se quedaron allí. El amor de Frances Thompson, cuatro años mayor que él, compañera de laboratorio en Kansas y la mujer con quien vive un amor propio de otros tiempos, siempre tan pendiente de ella como ella de él. Un racimo de tics norteamericanos, como el perfecto dominio del escenario, la facilidad para dar titulares o la fobia por los horarios españoles, las vacaciones, la siesta, las largas sobremesas, todo cuanto suene a holgazanería.
El marqués, título cuya concesión redobló su ya de por sí sólida devoción por Don Juan Carlos, detesta la impuntualidad. Le encanta escribir cartas a las autoridades, sabedor de que la testarudez abre muchas puertas. Come como un cosaco y reprende a quien ose no apurar los platos. Abusa de la sal, incluso antes de probar los alimentos, bajo la argucia de una tensión baja. Valora la buena presencia, sobre todo en las mujeres. Gusta de ser tratado de usted, luce memoria privilegiada, es un gran conversador, cortés pero autoritario, obsesionado por llevar la ciencia a la escuela, terco cuando cree tener la razón, omnipresente hasta erigirse en pieza clave del rompecabezas valenciano, respetado por todos y querido por la mayoría. «El gran fracaso es morirse», enfatizó en su discurso como doctor ‘honoris causa’ por la Politècnica. Él esa victoria la tiene garantizada, porque su impagable legado le ha abierto las puertas de la inmortalidad.
- Santiago Grisolía García (Valencia, 6 de enero de 1923).
- Estudia Medicina en Madrid y Valencia, donde se licencia antes de dar el salto a EE UU con una beca ministerial.
- De la mano de Severo Ochoa, ocupa cargos de prestigio en instituciones académicas de Chicago, Wisconsin y Kansas. Sus investigaciones dan un impulso a la bioquímica.
- Regresa a Valencia en 1976 para dirigir el Instituto de Investigaciones Citológicas y en 1989 es cofundador de los premios Rey Jaime I.
- Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica (1990). Preside el Consell Valencià de Cultura desde 1996.